Llevo unas semanas sin jugar. A juegos mastodónticos, digo. A Triples A de sesenta horas. Una necesaria desintoxicación del medio aprovechando los meses de verano, que siempre vienen mal para sentarse delante de una consola en vacaciones. Ya, la mayoría de la gente aprovecha las vacaciones para acabarse diez mil juegos que tenía pendientes, pero yo he aprovechado que Games se ha pasado casi cuatro meses sin salir, entre vacaciones de la Redacción y decisiones de la cúpula de Zeta pasando la publicación a bimestral (revistas de actualidad sobre videojuegos que salen cada dos meses: podríamos llamarlo «tendencia» si no fuera porque encaja más el término «cagada») para respirar hondo y dejar de jugar. Al menos, a juegos grandes. Nadie me quita ocasionales partiducas en dispositivos móviles, una interminable partida procrastinadora a The Binding of Isaac y, cómo no, unos cuantos devaneos con la Vita, cuyo catálogo estoy explorando con mucho gusto. Mi adicción veraniega a Luftrausers y OlliOlli me hace pensar también en un ligero cambio de paradigma en mi vida como jugador: la búsqueda de experiencias mucho más intensas y mucho más breves.