Un supercut de videojuegos en películas que hace pensar (como buenamente se puede: la velocidad a la que dispara referenciases de las que encanecen el alma) en lo mal que siempre han colisionado los videojuegos y el resto de lo audiovisual. Salvo casos excepcionales como Tron (donde la mecánica del videojuego está inmerso en la propia génesis de la trama), los videojuegos son referenciados como objetos que o bien desatan pasiones, pero que están ahí, como un perchero o un caniche, que ayudan a definir a los parias y los nofolladores, o bien que lanzan estímulos visuales y sonoros que quedan muy pop y muy emblemáticos. No es una relación fácil: si una película adapta el argumento de un juego, las posibilidades de que sea una chorrada son elevadísimas; si usa los videojuegos como complemento circunstancial de lugar, modo o tiempo, todo apunta también a que el usuario es alguien que los emplea como complemento de una vida sumida en el vacío, y que ya se le pasará cuando cate un muslo. Todo mal.