Creo que llevo tatuadas en el inconsciente ciertas rutinas comportamentales veraniegas, que sin duda son vestigios de aquellas otras más instrumentales derivadas de la vuelta al pueblo costero escenario de la etapa más feliz y gamberra de mi infancia. Aquello suponía un paréntesis de fuerte olor a sal y casas blancas, un oasis de paz totalmente libre de la plaga turística, un ecosistema humano, animal y apenas vegetal, que solo parecía existir en ese lapso de tiempo caluroso y resplandeciente de los llamados meses de verano. Por entonces ni siquiera contemplaba la existencia de aquel pueblo durante el invierno porque me negaba a admitir que pudiera haber en el mundo algo tan triste.
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