El juego del verano (III): Padre de familia, a summer story

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Uno de los efectos secundarios de que el videojuego sea ya la mayor industria mundial del ocio con permiso de la pornografía, es que proliferan los estudios sociológicos que básicamente pretenden mostrar a los consumidores de consolas como dementes zombies que blanden katanas por las calles. Sin embargo, existen también algunas reflexiones sociológicas acerca del cambio de rol vital y económico del usuario medio, cuya edad ronda los 38 años. Resulta que este “consumidor prototipo” que contribuye de manera firme al sostenimiento de la industria no es ya un adolescente hormonado sino un padre de familia atado a una empresa (en el mejor de los casos, y hoy día quizá ya de forma excepcional con tanta crisis) cuyo tiempo libre disponible empieza a tender dramáticamente a cero.

El verano se revela para los padres de familia con niños pequeños como un espacio de ocio extra donde poder arrancar momentos furtivos que dedicar a ese videojuego que se quedó en una estantería sin abrir (algo que por cierto va sucediendo cada vez con más frecuencia). De forma paradójica, esta ausencia de tiempo, los breves lapsos de tiempo recuperados entre pañales, biberones y papillas, propician una vuelta a los orígenes del videojuego. El arcade clásico (que es como decir “el videojuego clásico”) está asociado no sólo a una voluntad de entretener sino a una operación comercial del pasado: sacarnos los cuartos en un salón recreativo. En estos días en los que un emulador ya no requiere introducir moneditas y existen tantos recopilatorios comerciales, la perversión inicial de querer arruinarnos se transforma en la virtud más apreciable cuando el tiempo libre es un lujo:  la diversión intensa y fugaz, la partida breve, la esencia del videojuego condensada en un “Insert Coin” ya ficticio.

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