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Quienes no entendemos Animal Crossing damos por sentado que la serie existe únicamente para que la podamos mirar con condescendencia. Nos burlamos de sus mecánicas rutinarias, hacemos chistes sobre personajes y ambientación, y después de tanto paternalismo, cuando se hacen públicas las cifras de venta nos encogemos de hombros como si el problema estuviera en sus jugadores y no en nosotros mismos. Aquellos que la disfrutan tampoco perderán el tiempo en dar explicaciones, están muy ocupados jugando. Compulsivamente, disciplinados, pescando dos truchas al día, comprando cojines nuevos para el piso, atentos al siguiente evento o al número de bayas necesarias para hacerse con la nueva chatarra disponible en la tienda de Nook.
Este viernes mi mujer recogerá su copia de Animal Crossing: New Leaf, el primer juego que compra para sí misma… bueno, desde el Wild World de DS. Eso quiere decir que hasta agosto por lo menos no recuperaré mi 3DS, y que incluso cuando lo haga será con restricciones de fechas y horarios. Que durante un tiempo le hablaré sin que me escuche porque hay (tiene que haber) un fósil en los alrededores y maldita sea si permite que algo le distraiga de encontrarlo. Que llegará tarde a la mesa, al cine, y que cuando aparezca lo hará con un aire distraído, como si tuviera la cabeza a miles de kilómetros, en un pueblecito ahora en 3D donde parece que siempre es verano. A partir del viernes y durante al menos un par de meses, probaré en mis carnes lo que debe ser estar casado conmigo.
Por eso, Cristina, antes de que tu nuevo pueblo virtual vuelva a poner nuestro matrimonio a prueba, quiero tratar de explicar al menos por qué de la series a las que podías haberte enganchado, Animal Crossing es probablemente la más espeluznante de todas. Espeluznante con animalitos antropomórficos e hipotecas. Espeluznante plus.