Creo que llevo tatuadas en el inconsciente ciertas rutinas comportamentales veraniegas, que sin duda son vestigios de aquellas otras más instrumentales derivadas de la vuelta al pueblo costero escenario de la etapa más feliz y gamberra de mi infancia. Aquello suponía un paréntesis de fuerte olor a sal y casas blancas, un oasis de paz totalmente libre de la plaga turística, un ecosistema humano, animal y apenas vegetal, que solo parecía existir en ese lapso de tiempo caluroso y resplandeciente de los llamados meses de verano. Por entonces ni siquiera contemplaba la existencia de aquel pueblo durante el invierno porque me negaba a admitir que pudiera haber en el mundo algo tan triste.
La vuelta AL VERANO consistía en regresar a un lugar en el que nunca cambiaba nada. Las calles, las casas, los únicos dos bares, los adultos, todo seguía igual verano tras verano… excepto los niños. Los niños, nosotros, medíamos el paso del invierno en centímetros ganados, en la cantidad de pelillos aparecidos en el bigote de los chicos y el volumen de los incipientes pechos tímidos de las niñas, de tal manera que todo lo que allí parecía importante, lo único que parecía estar realmente vivo, éramos nosotros. Nosotros, la pandilla de niños con los codos y las rodillas llenos de costras, las camisetas de Naranjito heredadas de nuestros hermanos mayores y las cejas tintadas con la sal de playa.
Recuerdo un verano, cuyo año no podría definir, que uno de los zagales de la pandilla (nuestra pandilla se llamaba Los Tigres de Bengala, y combatíamos con otras pandillas de niños de otras partes del pueblo, como en el San Andreas, pero a base de pedradas, espionajes chuscos, y la ferviente imaginación individual de cada cual, generatriz de historias que en el fondo ninguno de los demás miembros creía pero simulábamos que sí, todo fuera por la gloria eterna de nuestra beligerante facción) tenía una Master System en su casa y aquello fue como lo puto mejor que nos había pasado en la vida. Era EL FUTURO al alcance de nuestras manos pringosas siempre por turnos a intervalos de 5 minutos la partida al Sonic, norma dictaminada por la madre del susodicho. Por supuesto, aquello le valió para ganarse un estatus dentro del grupo, y se convirtió en el segundo en discordia, por detrás del único niño nativo del pueblo. Porque eso sí, el niño que vivía allí todo el año se nos antojaba un ser chamánico de sabiduría ancestral, conocedor de todos los vericuetos de la zona y sus habitantes; era el líder por antonomasia sin que nadie se atreviera nunca a cuestionar su liderazgo.
Fue uno de mis primeros contactos inter pares con lo videolúdico. Mi hermano mayor poseía un Spectrum, sueño dorado, pero tan solo podía acceder a él bajo supervisión. Sin embargo, aquellas partidas al Sonic de la Master System con mis colegas de parranda, aquellas bromas codificadas en el lenguaje bengalés de los tigres que éramos, las burlas, los codazos y el colegueo mientras el mando rulaba con la velocidad y confianza con que muchos de nuestros coetáneos adultos rulaban la jeringuilla, fueron el germen de una especie de identidad de grupo, algo totalmente inédito en mi vida hasta entonces. La catarsis. En ese preciso instante, El Videojuego, que ya era mi objeto de deseo, entrelazó sus dedos con todo aquello que para mí era importante en ese momento, con algo de lo que me sentía parte, y clavó sus garras en mi psique para siempre.
Intentamos trasladar nuestra recién adquirida molonidad y dominio videojueguil a la única máquina recreativa que había en uno de los dos bares del pueblo, sin éxito. Unos chicos muy mayores, de por lo menos catorce años, aporreaban sin descanso los botones de aquel tótem electrónico, también a intervalos de tiempo – indefinidos a nuestros ojos – como parte de una liturgia cuyos rituales nos eran completamente extraños. No llegamos ni a intentarlo. Gastamos nuestras monedas de 25 pesetas en chucherías y nos fuimos a lanzar piedras a las pantallas de los televisores que la gente tiraba en lo que todo el mundo había asumido que era una especie de vertedero local. Ahí, en mitad de un parque natural. Con dos cojones como dos pianos de cola, nuestros adultos responsables.
Ese mismo año, por mi cumpleaños, pedí a mis padres una NES.
Más de veinte años más tarde, sigo creyendo que el verano es ese momento mágico en el que disfrutar de los videojuegos va a adquirir un tinte especial. Porque se tiene más tiempo, dicen. Porque no hay novedades sobre las que abalanzarse con premura para dictar veredicto en nuestras críticas o en las redes sociales como si a alguien le importara una mierda nuestra opinión, dicen. Porque nos pasamos el invierno como hormiguitas retrasadas recolectando ofertas de Steam (y gastando dinero a espuertas) para jugar durante un verano en el que al final ni tenemos tanto tiempo como imaginábamos ni tenemos las ganas para hacerlo.
Ser adulto está muy bien por aquello de follar (los que puedan), de manejar nuestro dinero (los que lo tengan) y hacer cosas de dudosa moralidad pero de gran diversión, sin tener que rendir cuentas a nadie. Sin embrago, nos pasamos la vida de adultos elogiando lo bueno en tanto de infantil tienen las cosas, en este caso los videojuegos.
Mi verano en particular se ha visto violentamente azotado por una joya en formato descargable que ha tocado casi todos los palos de la baraja contextual de mi infancia, pero que ha sido forjada a hierro y a fuego en el engrasado mecanismo del pegatiros moderno. Se llama Far Cry 3: Blood Dragon y deben jugarlo.
¿O es que nadie va a pensar en los niños?
«enormísimo» si esto fuera el prólogo de un libro compraría.
Iba a hacer el mismo comentario que angel, solo que iba a terminar la frase con un «póngame 10».
Este texto lo tiene todo. Referencias al pueblo de veraneo, videojueguismo retro, recreativas, mitología grupoamiguil. Me quitaría el sombrero si tuviera y eso.
En serio. Lloro.