Un verano en «Mountain» (V) – ¿Es la vida solo acumular basura?

mountain

Ilustración de Jenn Strickland

Mountain
2014
Mac (versión comentada), PC, iOS
David O’Rilley

Vamos a intentar no ser muy cursis al hablar de Mountain, ¿vale? Vamos a desviarnos un poco primero.

Cuando le tocó elegir su juego favorito de 2013 a petición de 4Gamer, Naoyuki Sato, compositor en Konami, escogió Alpaca Evolution, un juego para móviles desarrollado por Cocosola. En este Alpaca Evolution, somos una alpaca (mamífero que no será ajeno a ningún jugador de Animal Crossing: New Leaf) que pasta con otras alpacas. Aunque la relación entre los animales es incierta, parecen profesarse una indiferencia absoluta que para nada hace esperar el dramático giro de los acontecimientos que se produce cuando tocamos la pantalla del móvil: nuestro bicho empieza a absorber a sus compañeras, fusionándose con ellas y mutando poco a poco, a medida que absorbemos más y más, desarrollando nuevas extremidades y convirtiéndose en un monstruo con el que ningún otro ejemplar de su especie podría identificarse.

Cuando descubrí Alpaca Evolution y su delirante estudio (que lo mismo te hacen un juego sobre peinar a la peña que va a trabajar en el metro para que vayan guapetes como se sacan de la manga una especie de robot simulator a 60 aps —angustias por segundo, nuevo término—), me obsesioné bastante; leí casi todo lo que encontré sobre él, que por suerte no es mucho, y en una de estas me encontré con una reflexión minúscula, en Paste Magazine, metida tímidamente en medio de una crítica más o menos tradicional. Destacaba Joe Bernardi, que firma ese texto, que «es posible representar el papel en el que Alpaca Zero», el estado normal de nuestro simpático animalito, «lleva una existencia pacífica dentro de su rebaño, solitaria pero sabiendo que, si quisiera, podría absorber a todos sus amigos y hacerse más poderoso de lo que podría soñar en sus fantasías más salvajes». Somos nosotros los que hacemos que la alpaca se convierta en una máquina de devorar a sus compadres; somos nosotros los que la alienamos hasta el punto de retirarla completamente de la vida normal que se le supone a una alpaca. (Tiene sentido que la primera vez que evoluciona, la alpaca empiece a fumar, un vicio tan humano.)

Nivel 1 y nivel 12, el último, de Alpaca Evolution.

A la izquierda, la Alpaca Zero; a la derecha, uno de los monstruos espantosos en los que te transformas.

En el último número de Edge, uno de los lectores que contactan con la revista por email contaba que había dejado de jugar a Watch Dogs. Se explicaba un poco más: «De verdad que no entiendo por qué se ha intentado representar a Aiden como un cruzado de la moral: es un criminal interesado y censurable». A veces parece Drive o Heat, dice, pero otras tira demasiado de clichés mecánicos y narrativos como para conseguir presentar el tipo de dilemas morales que sí se exploran en esas películas. «En Watch Dogs», sigue el lector, «robo a gente con enfermedades terminales, me llevo por delante a peatones inocentes solo por no llegar tarde al cumpleaños de mi sobrino y llevo a miembros de pandillas ingenuos y jóvenes a la muerte; y miro cómo ocurre, nada menos. Pero soy un buen tipo, de verdad, porque es más fácil vender esa idea, supongo». La manera en que comienza la respuesta de Edge me sorprendió mucho: «Nadie te obliga a robar a los enfermos terminales o atropellar a los viandantes».

Vaya rollo, ¿eh? Mountain. El juego de David O’Reilly, como ya sabemos, es un relax ‘em up en el que somos una montaña y en el que podemos hacer todo lo que hace una montaña, bromeaba su creador cuando presentó el juego en el Horizon (la alternativa independiente al E3 que también se celebra en Los Angeles, una mini feria dedicada a propuestas más arriesgadas y experimentales) hace no mucho. Donde Alpaca Evolution y Watch Dogs no nos obligan a hacer las cosas que hacen que el mundo del juego se convierta en un lugar horrible en el que nuestro avatar se convierte en un asesino en serie, Mountain nos obliga a no hacer nada. Es una obligación tramposa, porque sí existen un par de interacciones posibles, pero por lo general me gusta pensar en Mountain como un Alpaca Evolution en el que nos dedicamos a pastar y vivir la vida de alpaca que la Madre Naturaleza pensó para nosotros, o como un Watch Dogs en el que Aiden supera la muerte de sobrina intentando dejar atrás los líos en los que estaba metido, apoyándose en su familia y metiéndose a trabajar en el MediaMarkt. Mountain es todo lo contrario a lo que tanta rabia nos da, de alguna manera: es un juego que pide paciencia, sin niños rata, el Anticristo de YouTube, en absoluto evidente, de trato respetuoso hacia el jugador, barato, sin DRM, despegado por completo de lo que se hizo ayer y obsesionado por estudiar qué se puede hacer hoy, a mediados del año 2014.

Mountain no es un salvapantallas, como dicen por ahí, sino que es un Tamagotchi. El bolsillo en el que llevamos el Tamagotchi es la barra de tareas donde tenemos la aplicación minimizada; la caca que le tenemos que limpiar para que no se ponga enfermo son los sentimientos de la montaña, que debemos atender para evitar que su existencia acabe, fulminada por el Ojo de la Indiferencia. Difumina a propósito la relación causa-efecto de nuestro input para funcionar más como lienzo para darle al coco; una ventana a otro sitio en el que pensar, y en el que ver a una montaña girar en medio del espacio, claro. Entiendo las desconfianzas, pero me cuesta no pegar un respingo cuando, a las doce del mediodía y después de dos cafeteras, agarrotado y con el ánimo por los suelos tras cinco horas con la cara pegada al ordenador y varios días sin usar la voz para comunicarme con otro ser humano, mi montaña reclama atención y me la encuentro llena de mierda, con una calavera clavada entre tazas de café y yunques y dientes y cubos de basura, y se pregunta (o me pregunta, como si yo fuera Siri, o me pregunto yo mismo, en el fondo): «Si soy buena, ¿por qué estoy sola?»

Y yo qué sé, Mountain, qué quieres que te diga.

mountain-alone