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Gone Home
The Fullbright Company
PC
Volver al hogar familiar, bien sea tras unas largas vacaciones, tras una independencia fallida o como visita duradera pero temporal, siempre genera en nosotros la necesidad del redescubrimiento, la curiosidad por saber qué ha cambiado, qué ha dejado de ser y qué es nuevo ahora, y de estudiar ese cambio1. Sometemos a examen tanto a la casa como a las personas que la habitan, que nos resultan ajenas por esa temporada a distancia sobre la que no tenemos memorias construidas, siendo más minuciosos con aspectos por los que antes pasábamos sin detenernos pero que, ahora, están bañados por el interés del tiempo, lo irreconocible del espacio y la contaminación de los recuerdos. En Gone Home somos Katie, hija mayor de una familia de cuatro, recién llegada, tras un año sabático por Europa, a la nueva casa2 que a partir de ahora tendrá que aprender a llamar hogar.
A la extrañeza que resulta del (eterno) retorno se le suma lo desconocido de la casa. La casa como misterio que desentrañar, como elemento que espera a ser investigado para revelar los secretos que esconde en un cruce de paredes, en su distribución de habitaciones imposible, sus pasillos infinitos, su inquietante pulsión propia y en el permanente respeto3 que emana de sus entrañas4. La casa como un miembro más de la familia5.
No es raro entonces sentir cada lapicero que cogemos, cada archivador que abrimos o cada lámpara que encendemos de una forma violenta, con un significado místico más allá de su nadeidad, pues los objetos que inspeccionamos no tienen valor por sí mismos, pero sí desprenden una conexión visceral a nivel familiar; forman parte del entramado que configura el hogar. Entrar en el cuarto de tu hermana y ver sus posters6, escuchar su música7, oler el desorden y paladear su confusión es la manera que tenemos de intimar con ella y redescubrirla8, pero también de conocer el carácter de la habitación, de identificar su esencia, su espectro, y seguirlo a través de los pasillos y del aliento que impregna cada estancia9, hasta conducirnos a los secretos de la mansión. Todo ello de manera palpable. Abrir una taquilla de instituto, la de tu hermana, se siente como una violación de la privacidad brutal (porque lo es), pero también la única manera de estar más cerca de ella que nunca y estrechar lazos de confianza, aunque sea a distancia, de forma bidireccional. Intuir los fantasmas del pasado de tu padre, que ya dejó atrás, y chocar de frente con los que le atormentan en el presente, puede no ser la forma más agradable de empatizar, puede que ni siquiera nos haga respetarle, pero sí llegar a comprender y pasar por alto que no seamos su única preocupación en la vida. Descubrir verdades sobre nuestra madre que no creemos posibles no nos conduce a rechazarlas, si acaso a buscar más pruebas para negarlas o confirmarlas sin saber muy bien qué opción deseamos. Y el saber se vuelve obsesión. Cada factura un mundo al que aferrarse, cada cajón una caja de pandora, cada posa-vasos la posibilidad de un nuevo secreto en su dorso10.
Katie, la falsa protagonista, es, al fin y al cabo, tal y como la creamos nosotros. Aquí no hace falta seleccionar entre cinco razas alienígenas, treinta tipos de ojos, veinte milímetros arriba o abajo para la posición de la boca, o la anchura más o menos tosca de las aletas nasales. Katie es obsesiva y minuciosa porque lo soy yo, y yo soy ella y ella mi reflejo y mis preocupaciones. Katie es algo paranoica. Y aunque pueda parecer desapegada de su familia hay ciertas cosas que nos duelen, que nos minan por dentro y no sabemos bien cómo afrontar. Tenemos afán detectivesco y me creo que, porque ella tire de cada libro que encontremos en la biblioteca, vamos a descubrir la abertura de un pasadizo secreto a otra estancia. Mi hermana Sam es atrevida, siempre lo ha sido, pero yo soy algo cobarde: Katie da un par de pasos y se detiene y mira alrededor sirviéndose de la tenue iluminación, esperando ver aquello que está ahí, porque yo sé que está ahí, pero es invisible a sus ojos. Sé que nada puede pasarnos, pero la sobrenaturaleza de lo cotidiano tampoco puede dejar de estremecernos.