«Kokuga» – Crítica

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Kokuga
Nintendo 3DS
2012

Poca broma con Hiroshi Iuchi. Su currículum es una originalísima caja de sorpresas mecánicas presentadas en un hermoso envoltorio gráfico: Iuchi-san desbastó y purificó el, en ocasiones, excesivamente estereotipado gameplay del matamarcianos clásico y, con el caldo jugable resultante, parió Radiant Silvergun; compuso una cuasi-incidental sinfonía acústica destinada a potenciar la refinada elegancia blanquinegra de Ikaruga y, junto a Atsutomo Nakagawa, co-dirigió el rugiente estallido de luz hipercinética que es Gradius V… Entre otras muchas hazañas lúdicas.

Hiroshi Iuchi crea poesía desde las dinámicas de juego y la declama a voz en grito visual, encaramado como diseñador a un cielo (en su mundo, casi siempre) narrativamente iluminado por el fuego enemigo; Iuchi multiplexa historia contada y estética plasmada construyendo así un canal directo de comunicación emocional con el usuario, y sume a este último en un estado de suave éxtasis vertiginoso, trance descontrolado, instinto primario consumado a través de unas rígidas directrices… Mediante la sabia utilización de una cadencia mecánica, estética y auditiva rítmicamente perfecta. Que Hiroshi Iuchi trabaje con Treasure, Konami, o para G.Rev como en el caso que hoy nos ocupa es indiferente, ciertas presencias anímicas son constantes en sus obras: en pocas palabras, Kokuga es vitalidad, prestancia, conexión mental biunívoca explotando en todas las direcciones posibles, un único guarismo verbalizado a través de muchísimos caracteres, olas de tiempo galopando veloces por un océano de estatismo… Bajar a toda leche, firmemente agarrados al pasamanos, por unos escalones recién encerados… Ese instante en el que se deja de espirar justo antes de inspirar, un diamante poligonalmente perfecto lavado a la piedra…

Diablos, eso no son «pocas palabras». ¿Cómo reprimir la verborrea cuando se habla de un juegazo como Kokuga?

Imposible. Así que mejor, desmelenémonos.

2

A estas alturas de su carrera, Hiroshi Iuchi rezuma experiencia, lo cual se nota en Kokuga: en un primer acercamiento al juego, queda patente que este título no es un arcade brusco por el cual emprendemos un espontáneo viaje a trompicones de gameplay, sino un matamarcianos elegante y fluido que se desliza con suavidad, rectitud, educación necesaria y conocimiento adquirido sin prisas. Después, comprobamos que Kokuga es antes elegir el blanco y buscar una posición favorable para el disparo certero, que espurrear proyectiles al buen tuntún esperando que alguno impacte en cualquier enemigo. Kokuga no es el elefante en la cacharrería, ni el bólido en la carrera de sacos; Kokuga es La liebre y la tortuga 2.0, Castor Vs. Escorpión, el dolor y la anestesia. Es la cobertura como herramienta ofensiva y defensiva, avanzar posiciones subiendo una empinada cuesta, pasito a pasito y tirito a tirito, no es arrojarse ladera abajo vomitando granadas; en Kokuga, por tanto, prima lo estratégico sobre lo espontáneo. Y cuando se comprende eso, no parece casual que una cuadrícula recorra la mayor parte del suelo, en el decorado, igual que una estructura de alambre 3D apenas texturada… Como un tablero de ajedrez desnudo, esquinado, esquivo, minado, explosivo y divino, tallado a golpe de guillotina. Y (recuerden: lo estratégico. En un matamarcianos), encima de esos escaques, sobre esas piedras digitales edifica Iuchi su beligerante iglesia: así, apoyándose, apoyándonos en las irregularidades del entorno, jugando en ese mundo recortado según las reglas inamovibles de una mecánica troquelada, podremos quemar sin ser quemados, y acercarnos bastante para matar pero lo suficiente para no morir; y ahí, en el campo de combate del sector videojuegos, es donde se distingue al desarrollador valiente, aquel a quien se le nota y hace notar el peso de la veteranía. Autores que, como Hiroshi Iuchi ha hecho con Kokuga, conciben títulos que saben ser ellos sin dejar de ser los demás. Juegos que añaden, incorporan, sobreviven y mejoran igual que lo hace Kokuga, el cual recupera sonidos ripeados de Ikaruga, dejes armónicos de Hitoshi Sakimoto —hacedor de las partituras de Gradius V y Radiant Silvergun—, y la narración acústica, acuosa, vitriólica y líricamente emulsiva, de la música que Hiroshi Iuchi escribió para Ikaruga. Todo ello, sin dejar de ser una personalísima creación de Manabu Namiki, quien ha escrito una banda sonora para Kokuga que funciona en el juego tan bien como ese amigo que siempre sabe qué aconsejar. Una crónica sonora arbórea, adecuadamente cambiante, no invasiva y opípara de temazos, una obra que no se parece en nada a esos atracos musicales a percusión armada que se saldan sin remedio con bajas melódicas, heridos compositivos y muertos instrumentales que tanto se estilan hoy día.

3

Aunque al fin y al cabo y afortunadamente, Kokuga es un matamarcianos, y no es otra cosa ni quiere ser otra cosa que un matamarcianos. Porque en Kokuga, si se desea avanzar y ser el más cabrón de todos los cabrones, se deberá ser hábil, controlar paranoicamente cada detalle y tener reflejos chiflados. Como en cualquier otro matamarcianos. Porque al final, Kokuga parece una versión cibernética, ampliada, lúcida y anabolizada —a efectos de mecánica— del clasicazo Jackal. Por su curva de aprendizaje, tan dura que parece un segmento acotado y ascendente, una línea que atesora un abrazar tan dulce que se asemeja a una insinuante curva. Simetrías, unidades complementarias, disparidades cósmicas que se dan la mano, ponderación, sobriedad y risotadas. Kokuga llega sobrio y se emborracha con la pelea, se presenta aprendido y resabiado; uno se instruye jugando a Kokuga como quien da de hostias a un buen amigo. De hecho, Kokuga es como un buen amigo que te da de hostias. Hostias brutales. Entre risas.

Y Kokuga es la hostia porque, al igual que los buenos matamarcianos, ofrece una auténtica batalla que, definitivamente, se libra en el equilibrio existente entre cantidad y velocidad de proyectiles disparados por la propia nave y las enemigas. Ecuanimidad de gameplay, estrategia, musicalidad, cadencia, declamación dinámica, poesía. Porque, como en los versos, al final todo se reduce a una cuestión de métrica.