«Soul Sacrifice» – Crítica

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Soul Sacrifice
Marvelous AQL, SCE Japan Studio
PlayStation Vita

Aunque sea un concepto cuya literalidad se abandonó en su uso pasado, hay que admitir que aun hoy nos resulta común la práctica del sacrificio del alma propia o ajena. Tanto es así que, si uno se para a leer el Ars Goetia, uno de los libros imprescindibles de la demonología, comprobará cómo los demonios se han obcecado desde tiempos inmemoriales en ofrecer todo lo imaginable a cambio de un sacrificio insignificante, nimio, que no se apreciaría hasta dar el último paso: desde los comunes pactos para conseguir el amor o sabiduría hasta los no mucho menos comunes pactos para pedir la salud de un tercero moribundo, los demonios se nos presentan como los primeros capitalistas de la historia: allá donde hay una necesidad, surge alguien dispuesto a venderlo por un módico precio. O, al menos, alguien venido del Infierno. A partir de esa premisa surge no sólo la historia de Soul Sacrifice sino también algo mucho más importante: sus mecánicas de juego.

No cuesta demasiado apreciar desde sus primeros compases que Soul Sacrifice juega en la misma liga que los Monster Hunter, ese género de aventura donde prima la cacería mitológica sobre cualquier pretensión narrativa —o lúdica, si se tercia. Salvo porque Soul Sacrifice decide llevar más allá sus pretensiones. Sus escenarios se encuentran en espacios cerrados, más o menos amplios, en donde la premisa es borrar de la existencia a un número determinado de enemigos en la menor cantidad de tiempo posible con una serie de poderes que nacen de nuestras capacidades de brujo —lo cual nos da una variedad obscena de poderes, pudiendo combinarse entre sí, que tendremos que elegir cuidadosamente según que efectos elementales y tipos de ataque necesitamos en cada enfrentamiento específico—, surgidos del poder que conseguimos de absorber el alma de nuestras víctimas. Si bien hasta aquí parece sencillo, en realidad no lo es tanto. Cada vez que un enemigo es derrotado tenemos que elegir si sacrificarlo, condenándole a una eternidad de sufrimiento al tiempo que recargamos nuestros poderes demoníacos, o salvarlo, ofreciéndole la redención y curándonos una determinada cantidad de energía; la mecánica jugable oculta en su seno un imperativo narrativo.

Por esta sencilla mecánica a partir de la cual se sostiene todo el juego, nos encontraremos con la historia de nuestro personaje: somos lo que elegimos hacer en cada momento. Si salvamos siempre que podemos, seremos un alma buena cuyos poderes se demuestran prácticamente inútiles contra los enemigos; si sacrificamos siempre que podemos, seremos un alma despiadada pero enfermiza incapaz de soportar más de dos golpes encadenados de nuestros rivales: la virtud, el punto medio. Salvo porque Keiji Inafune no debe sentir gran respeto por Aristóteles, ya que según nuestros niveles de poder angelical o demoníaco podremos activar una serie de runas en nuestros brazos; como es evidente, cuanto más al extremo más poderosos son los poderes activados. La ambigüedad absoluta de la ética llevada a las mecánicas jugables: no importa en que lado de la virtud nos circunscribamos, el camino siempre será duro.

Si sumamos todo lo anterior al hecho de que hay almas angelicales y almas demoníacas, que según lo que sean cada una nos sumaran una cantidad sustanciosa de su ramo por salvarlas o sacrificarlos en detrimento de restarnos parte del contador total de la otra, comenzaremos a comprender cómo éste juego es una disputa ética en sí misma. O cuando nos demos cuenta que cada jefe final viene precedido de una historia lacrimógena de dolor, que le ha llevado hasta convertirse de forma involuntaria en un monstruo terrible.

Cuando apreciamos que la mecánica del sacrificio es sobre lo que se sostiene todo el juego, es cuando podemos comenzar a jugar bien: sea cual sea nuestra elección ética, a partir de que nos hacemos conscientes de la inviabilidad del camino medio —ya que en términos jugables, significa quedarse en una tierra de nadie en la cual seremos apalizados constantemente; aun con todo, es posible pasarse el juego con una neutralidad tan intachable como inhumana— el juego comenzará a demostrarnos su auténtico ritmo. Sus complejísimas mecánicas se nos muestran entonces como un delicioso campo de juegos donde plantearse en cada ocasión como conseguir el personaje más overpowered posible según cada clase de enemigo específico; a partir de ese punto, el juego se nos presenta como un Dungeons & Dragons hiper-vitaminado en el cual todos aquellos con los que juguemos están siguiendo la lógica de hacer su personaje lo más poderoso posible. Quizás por eso se haga algo insoportable jugar online con desconocidos: la mayoría de jugadores allí fuera serán demonios hijos del averno que no durarán ni un segundo en sacrificar tu vida para conseguir que lances un hechizo más poderoso con el cual acabar antes con el enemigo. Y a tu voluntad, que le parta un rayo.

¿Significa ésto que el juego esté desbalanceado o que necesitaría ser re-diseñado? En absoluto. El juego está perfectamente calibrado para que cualquiera de las posiciones sean deseables, incluso demostrando los efectos éticos que cada uno de los caminos nos plantean: el demoníaco es el camino «fácil», el de la estrella que brilla doblemente para durar sólo la mitad; el angelical es el camino duro, el de la ayuda que requiere llevar sobre los hombros el dolor infringido por el otro; y el camino medio es el camino del pragmatismo, ajustarse cada vez a lo que sea más útil. Es una pena que la utilidad sólo valga para generar más necesidad de utilidad.

En todos los sentidos posibles, se podría decir que Keiji Inafune ha parido una obra maestra del diseño interactivo. Toda la racionalidad subyacente que hay en él, toda reflexión crítica que pudiera practicarse a partir de él, nacen de unas mecánicas tan auto-conscientes que es imposible que no fueran diseñadas con el firme propósito de mostrarse como elecciones éticas en las cuales los jugadores se revelaran en sus disposiciones éticas más profundas —lo cual se nos demuestra muy claramente en los diferentes finales del juego, que firman la moraleja última: no se puede arreglar algo con la misma herramienta que lo ha roto. Ahí radica lo fascinante de su premisa. No nos cuenta una historia ni a través de las cinemáticas ni de los textos, los cuales sirven como hilo pero no como narración, sino a través de unas mecánicas que van articulando de forma constante ese combate ético que nace del interior del héroe predestinado a combatir la absoluta aniquilación. ¿Aniquilación del qué? Esa es, precisamente, la respuesta que contestan sus mecánicas tal y como decidamos jugarlas.