«Tomb Raider» y la adolescencia

lara

Lara Croft es una de las figuras icónicas del videojuego moderno y de todo cuanto el videojuego representa como medio, y a estas alturas poca duda cabe albergar al respecto. De blanco perfecto del fervor pajeril adolescente a icono pop, Lara, como Tomb Raider, y como el propio sector del videojuego, es un símbolo profundamente adolescente,  en tanto figura sometida a constante cambio a lo largo de un respetable número de aventuras en una trayectoria no exenta de errores. Como en la adolescencia, la cosa va de tropezar y levantarse, de ir arañando experiencias como forja de un proceso madurativo en constante expansión, de recibir influencias de aquí y allá a lo largo de una fase vital más prolongada de lo deseable y bajo cuyo prisma las cosas tienen una particular manera de priorizarse. La saga, que arrancó su andadura en Sega Saturn en 1996 zambulléndose sin miedo y con ambición en el despertar tridimensional del medio, coincidió, para muchos, con otro tipo de despertares que fueron fermento y caldo de cultivo perfecto para hacer de la arqueóloga británica más acrobática del lugar un mero cliché hipersexualizado, algo que por desgracia se alejaba bastante de los atributos verdaderamente importantes y los motivos originales del personaje.

Y es que pese a las iteraciones cada vez más dispersas de la franquicia –que alcanzarían la cúspide de la mamarrachez y el desconcierto con The Angel of Darkness–  y pese a la desvirtuación del personaje en esa loca carrera por aumentar su volumen pectoral varias tallas con cada nueva entrega, algunos hemos seguido percibiendo, más allá del postureo, las sesiones fotográficas de modelitos y las campañas de marketing torrencial, esa primera pulsión aventurera, que, internándose en las entrañas de la tridimensionalidad recién descubierta, parecía abrir puertas hacia posibilidades infinitas a golpe de tumba, palanca, puzle y acrobacia.  No había nada de malo en que Lara Croft además de estar forrada, ser inteligente, guapa y aventurera, tuviera un par de generosos pechos. El problema residía en que de entre todos los atributos del personaje – los del personaje en sí mismo y los que fácilmente se pueden derivar de sus aventuras – los únicos que parecían exaltarse o directamente existir son los físicos, y lo que es peor, que cuando posteriormente se ha intentado reivindicar lo contrario, esto es, al personaje en una mayor amplitud dimensional, se ha optado por atenuar dichos atributos femeninos, como si fuera la única vía posible para evitar la sexualización del avatar. Y es que probablemente en un sector con un público mayoritariamente adolescente, ya hagamos referencia a la edad cronológica o a la mental, despejar el elemento “tetas” de la ecuación parece ser la única posible solución a una problemática para muchos menor, claro, pero no por ello menos interesante.

No hay que olvidar, no obstante, que esta especie de prostitución de rol comenzó en la propia casa de la muchacha, allá en los mismos cuartelillos generales de Core Design en los que fue concebida como réplica femenina y declarado homenaje al arqueólogo Indiana Jones, y a la que tardaron no más de dos entregas en desnudar parcialmente, escopetón mediante. Si bien la fantástica y, para muchos, irrepetible primera aventura había sentado unas bases firmes como estacas a través de las cuales ir escalando prestigio en sucesivas entregas en esa misma dirección de exploración y aventura, las mentes pensantes del estudio decidieron arañar una generosa porción de fama extra con factores ajenos al propio juego mediante la iconización sexual del personaje, conocedores del gusto general del espectro más amplio de público objetivo. La calidad de la saga de videojuegos descendía de forma directamente proporcional al ascenso de la popularidad del personaje, encarnado en modelitos, catapultado al cine con desastrosos resultados y convertido en un auténtico fenómeno de merchandising.

TombRaider

Afortunadamente para todos y tras ese peligroso coqueteo con la impopularidad más absoluta orquestado en The Angel of Darkness (2003) la franquicia recayó en custodia de Crystal Dynamics que tuvo en sus manos la no fácil tarea de dignificar la saga, dignificación que pasaba inextricablemente por la dignificación de la propia Lara. Tras un interesante Tomb Raider Legend (2006), llegaría en forma de remake la exaltación de todo cuanto fue importante en la serie, y la reivindicación de aquello que, actualizado, debía recuperarse. Tomb Raider Anniversary (2007) fue, además de homenaje, un precioso punto de inflexión, para que al poco después Underworld (2008) asestara la puntillita final que destapara esa necesidad latente de una renovación algo más radical, mientras que The Guardian of Light (2011) realizaba su propia (y muy estupenda) expedición en paralelo a través de la mecánica pura. Todo ello, sin duda, ha ido cimentando el que ha sido uno de los grandes pilares base de la última entrega – probablemente uno de los más espectaculares rebirth del mundo del videojuego reciente – mientras que el otro viene directamente de la mano de un tal Nathan Drake, que no ha hecho más que devolver el testigo que previamente había tomado de la Srta. Croft.

Si bien los videojuegos, como la adolescencia, son un ente inmerso en esa etapa tránsito en la que toda manifestación se tiende a etiquetar, donde se suele actuar y exhibirse de acuerdo a unos modos y maneras estereotipados con el fin de encajar en esas grandes corrientes de aceptación, pero donde también hay espíritus inquietos que buscan constantemente encontrar nuevas maneras en las que expresarse, Tomb Raider, por su parte, ha recorrido su propia adolescencia; desde esa primera incursión en el misterio de lo tridimensional, plagada de incógnitas, su inevitable fase de obsesión por el busto femenino, sus errores, sus vergüenzas, hasta encontrar un camino que no por conservador, no por acercarse a esa diplomática adultez de ir a lo seguro, desde Qualopec hasta Yamatai, tiene menos mérito. Ni mucho menos.