Me acerco con cierto temor a las oficinas de Rockstar para darle un primer tiento a Max Payne 3. Verán: yo juego mucho, pero no soy un jugador especialmente habilidoso. Añadan unas horitas extra necesarias para acabarme cualquier juego, dos manos izquierdas, un cerebro espongiforme y una puntería digna de Elmer Fudd, y entenderán por qué me acercaba a Rockstar pensando que iba a hacer el más espantoso de los ridículos. Tres niveles iba a ver (solo puedo hablarles de dos o me rebanarán el gaznate con un machete oxidado) y me lo planteaba como otras tantas horas reiniciando desde el checkpoint una y otra vez, viendo animaciones de mi avatar bien jodido y, al final cediendo mi pad, avergonzado, al product manager de guardia para que me pasara el nivel. Como el «te lo paso, te lo paso, te lo paso» con el que me martirizaban las partidas al Commando en los Billares Thabi de mi Murcia adolescente, pero PIDIENDO YO QUE ME LO PASARAN.
Nada de eso sucedió. Y como demostró un humillante descenso nocturno en el SSX, en el que me partí huesos que ni siquiera sabía que tenían nombre, no he mejorado como jugador. Es que Max Payne 3 está muy bien pensao.